ALEJANDRO PERDOMO

“CUSTODIAS_DORMIDAS”

Al rato. Por fin, una luz.
Después de caerse del muro los arañazos le han impregnado de sangre las rodillas. Camina en caliente. Ya tendrá tiempo de ver lo que ha sido cuando se encuentre con alguien.
Acaba de ver una luz… y parece que tendrá una primera parada para una huida que empezó después del naufragio.
No queda otra que contar lo que han visto sus ojos. Que el barco encalló, que la fuerza del mar lo terminó rematando contra las rocas, que primero se agarró a una piedra, que lleva un rato caminando y que necesita abrigo.
Acaba de ver una luz, y acelera el paso, detrás, dentro del casco retorcido queda la tripulación completa, todos menos él… al menos él.
– ¿Quién va?– Pregunta Pedro desde dentro de la tienda.
– Ayuda… acabamos de encallar…
Quiero que te fijes en este instante, el hombre que entra, se arrastra, viene extasiado, sediento, ensalitrado, roto por el pánico, ansioso para escapar de un instante que será parte de él para siempre, mira como acepta la manta– gracias– como se toma un vaso de leche caliente, como se apaga mientras el cansancio se gana a su cuerpo.
– ¿y los demás?– pregunta Pedro.
– No lo sé– contesta con gesto de dolor– todo sucedió muy rápido no pensábamos que estábamos tan cerca de tierra– se lamenta.
Más de treinta nudos de viento y el mar que inevitablemente vuelve a precipitarse contra la costa desnuda...
Dicen que Mala es Mala por la costa, dicen que en el XIX los vecinos del pueblo cansados del ruido taparon a pedradas un chupadero que tierra a dentro no dejaba de resoplar por las noches. Una especie de géiser que en los días de mar fuerte escupía agua más allá de los diez metros de altura.
El hombre que acaba de entrar en la tienda y de sentarse junto a la nevera acaba de meter un naufragio en su vida, salvado por un instante de suerte, a lo mejor una piedra, a lo mejor un trozo de tabla, responde aturdido a las preguntas, todavía no sabe nada de su suerte ni de la de su tripulación.
–Ya está avisada la ambulancia, no tardarán en venir– lo consuela Pedro mientras empieza a hacerle las curas a unas piernas destrozadas de tanta tunera andada sin luz, de tanta piedra sin zapatos.
Es el año 73, la corriente eléctrica no termina de llegar a todos los pueblos de la Isla, en Mala lo que hay en la calle es el reflejo de una luz encendida con un motor casero que se escapa por el postigo de la puerta de la tienda.
Avanza la noche, el viento agita las puertas, remueve las ramas de la papelina, agita los pelos de quienes vienen a mirar a un hombre que dice ser el patrón. Ya se despertó Remigia, ya le ha ofrecido la ropa de soltero de su hijo Alejandro.
– ¿Cuantos eran en el barco?
– Doce.
– ¿dónde están?
– No lo se.
–¿cómo se encuentra?
– Mejor.
El hombre no se duerme, conforme avanza la noche repone fuerzas, parece que lo más que tiene son rasguños, rasguños y dolor. No tardarán en bajarlo a Arrecife, lo llevarán a que lo vea un médico y después podrá volver a casa.
Ya deben ser las cuatro de la mañana, Remigia ha dejado a los hombres solos, de pronto un golpe más fuerte que el viento hace temblar la puerta.
– ¿quién va?– pregunta Pedro sobrecogido.
–Ayuda– contesta una voz del lado de la carretera.
El patrón ha reconocido la voz, ya de pié espera a que Pedro abra la puerta. Los dos marinos se miran y sin esconder el llanto, se abrazan.

Junto a la playa de los Valdeses, todavía se puede ver el motor de un barco de pesca peninsular que en el año 1973 se hundió en la misma costa de Mala, un buque que se tragó el mar con diez personas dentro y dos supervivientes.

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