Don Anselmo

Yei Zi

Había pruebas inequívocas de que el bicho se había instalado en el cuerpo de su padre: las imágenes ininteligibles para los profanos y determinantes para los expertos, los dolores de vientre, y la falta de apetito, no dejaban duda de que la cirugía era la única vía para resolver el problema.
La intervención programada desde hacía varios días y esperada desde hacía varias semanas, comenzaría a las ocho de la mañana.
Un zalamero celador entró en la habitación canturreando coplas a la hora prevista, y con gracia acabó con la tensión que padre e hijo estaban viviendo desde hacía varios días. El padre estaba preparado. Se había duchado con el gel de lavanda que se usaba en casa desde que recordaba.
Desnudo, cubierto con las sábanas, el celador sacó la cama de la habitación y la empujó por los pasillos en dirección a la zona de quirófanos. Padre e hijo habían pasado la noche anterior hablando de fútbol, de sellos y de política, esquivando la mirada, no fuera a delatarle el miedo que silenciaban con fingida calma y tranquilidad. No era necesario hablar de ello, del miedo, y tampoco sabían cómo hacerlo. Tampoco sabían decirse que se querían. Ambos lo sabían, porque así debía ser, pero no lo decían. El padre estaba orgulloso de su hijo, de lo que había conseguido.
El hijo sabía que su padre lo había hecho lo mejor que había sabido, con equivocaciones, pero hacía tiempo que se las había perdonado, como lo de separarse de su madre cuando él tenía trece años. Fueron años duros, en los que culpaba a su padre de su rebeldía. Pero el tiempo le enseñó que fue mucho mejor así. Ahora tenía unos padres separados felices y no unos infelices juntos. Sin embargo, siempre había echado de menos que su padre lo abrazase, le dijera que lo quería, o simples gesto de cariño. Había crecido sin ellos y en estos momentos, a las puertas del quirófano, no sabía cómo decírselo. Necesitaba hacerlo, pero no sabía cómo. El amor se suponía, no se demostraba.
La operación era sencilla pero laboriosa, como la lasaña, la comida favorita de ambos. Un equipo de ocho facultativos y cuatro horas de intervención acabarían con semanas de dolores y sangrados. A las doce saldría el jefe del equipo para comentar como había ido todo. Luego, un par de horas de reanimación, unos días de descanso controlado y para casa. No había por qué preocuparse, más allá de la tensión normal de enfrentarse a este tipo de situaciones.
A las dos horas de entrar en quirófano, las diez, suena el teléfono.
— ¿Es usted familiar de Don Anselmo?
— Sí, soy su hijo.
— ¿Puede acercarse al hospital? El cirujano quiere hablar con usted.