La ventana de Anita

MJ. Tabar

Vive la señora en un apartamento muy chico pero con unas vistas estupendas: un quinto que le permite fiscalizar casi todo lo que sucede en la bahía de Arrecife, desde el muelle comercial hasta la punta del Camello.
El Izar Alde de regreso a Puerto Naos. Las piraguas. Los turistas. Lolina, Elena y Carmen, las vecinas. Un velero noruego. La gente superviviente de un viaje oceánico a bordo de una falúa que Anita no cogería ni para cruzar el Charco de San Ginés.
Ostras y miseria. Hay de todo en su barrio.
Cuando la atmósfera está limpia, puede ver con nitidez la silueta de Lobos en el sur y se entretiene creando su propia mitología. Dice Anita que el islote se le parece al caparazón de una tortuga gigante: una criatura de fuego y agua que bien podría dedicarse a gobernar Lanzarote y Fuerteventura, la misma isla partida superficialmente en dos por un deshielo ya muy lejano.
Cada fin de semana descorcha una botella de vino y mira sin pudor las ventanas del Gran Hotel con sus individuos descorriendo las cortinas, tomando posesión de sus vacaciones, mirando el teléfono móvil en albornoz. El forzado y lánguido estado del bienestar que imponen los caros días de descanso.
Amanezca bonanza o sople el iracundo viento del este, Anita baja hasta la escollera que une el Islote de la Fermina con tierra firme. Toalla azul, libro de misterio, crema factor 50, gorra, cangrejeras y gafas de natación. Zas, zas, zas, zas, dos largos, su poquito de vitamina D solar (lo justo para avanzar en la lectura mientras se seca) y a casa. Es su rutina sagrada.
Conviven allí abajo los bloques de cemento con las porosas rocas hexagonales en las que acabó convertida la lava del volcán de Maneje al enfriarse siglos atrás. Cangrejos araña, latas de cerveza, camarones, colillas de tabaco, burgaos, bolsas de plástico, zarapitos trinadores, manchas de aceite, charranes acrobáticos, vertidos… La naturaleza resistente y el fracaso de la ciudad. Todo reunido en dos metros cuadrados.
El viento arrastra a veces un aroma cruel. Huele a desecho de fábrica, a tubo de escape. Arremete como un guantazo contra el sistema respiratorio de la nadadora cuando enfila, a braza, el último largo.
Según role el viento, la polución envuelve el Castillo de San Gabriel. Se condensa en una boina amarillenta, mezclada con el humo que desprenden las chimeneas de los cruceros fondeados en el muelle de Los Mármoles.

Anita es filóloga, traductora, atea, hipersensible, muy de izquierdas, un poquito antisocial. A sus cincuenta y tres años, se sorprende llena de ira cuando toda la vida de Dios ella ha pregonado que con amor se ganan todas las batallas.
“No cojas lucha”, le dice su prima. Pero Anita no sabe sino vivir en una batalla perpetua. Con la comunidad de vecinos. Con el Ayuntamiento. Con la operadora de telefonía móvil. Con la sede electrónica de la administración. Con Parques y Jardines. Con el coche que ignora los pasos de peatones. Con algunos licenciados en Administración y Dirección de Empresas que arrollan a quien se les ponga por delante en nombre del mérito y el progreso de la humanidad.
Anita pasa de la angustia vital al síndrome de Stendhal en cinco minutos. Es consciente de la suciedad y la orfandad de los barrios, de la enfermedad crónica de la ciudad, de las redes clientelares y los hooligans políticos: los Jets y los Sharks de esta West Side Story porteña, con traje, sin navaja, discretos, muy integrados en la sociedad.
Arrecife es lo peor y es lo mejor, pregona ella. “Vete tú a encontrar —dice Anita— un sitio con una marina de ocho kilómetros, toda llena de bajas, islotes, aguas transparentes, algas, peces, volcanes, molinos, salinas, barcos, pescadores, invertebrados a mansalva, pájaros a mogollón. Corre. Vete y busca. No encontrarás un sitio igual”.
La mujer sueña con que la lancha costera que construyó maestro Agustín vuelva a bogar. Y con que cada barrio tenga una. Y se organicen regatas a remo. Sueña con el Islote del Francés en manos públicas, qué loca. Sueña con industrias dedicadas a las energías limpias, a la reutilización de desechos, con museos del mar, cultivos de algas, investigaciones científicas, el jable labrado en vez de cubierto de hormigón, vecinos y vecinas que hagan piña, una administración eficaz que piense en los demás y no en sí misma. Está loca perdida.
Anita es de secano. Nació en una cuenca próxima a las montañas, pero su vida ha estado marcada por el mar. Cada verano de su infancia, el Opel Kadett gris de su padre deglutía a la familia, cargada de botellas de agua, chicles de menta y paquetes de tabaco negro, y les trasladaba en el tiempo y en el espacio, transformando las horas en salitre y chocos.
Si el Cantábrico fue el espejo donde la Anita adolescente intentó comprender su reflejo revuelto y añil, el Atlántico es desde hace cuarenta años el horizonte de su madurez disonante. La inmensidad del océano le ubica y le grita cosas. “Mira, esto eres tú: un tropezón de esta sopa llamada mundo”.