Nº 29

Fernando Barbarin

LISTOS

 

Yo, al igual que muchas personas, tengo mis complejos. Tengo más libros que paciencia y por lo tanto menos cultura y conocimientos de los que quisiera. Es por ello que me fascina escuchar debatir a elocuentes oradores en acaloradas tertulias. Admiro la habilidad argumental y lucidez de sus exposiciones, la destreza con la que  plantean y defienden sus postulados, brillantez que en ocasiones roza lo artístico. Como digo, me fascina escucharlos, pero jamás me creo todo lo que dicen.
No me fío de ellos por la siguiente razón. Recuerdo discutir con mi hermano menor siendo los dos muy pequeños. Recuerdo también cómo, gracias a la diferencia de edad, era capaz de argumentar incluso en las disputas en las que claramente yo carecía de razón. Bien, en aquellos casos era mi hermano quien poseía la razón, pero no la capacidad de expresarse adecuadamente, así que esa situación la aprovechaba de manera mezquina en mi beneficio. Recuerdo que, ante la impotencia argumental, su presión sanguínea aumentaba frenéticamente, sus fosas nasales recordaban las agallas de un pez sin agua y sus ojos, enrojecidos por la ira, anunciaban la inminente embestida. Entonces, ya enloquecido, se lanzaba sobre mí girando sus pequeños brazos en forma de molinillo. Yo, en ese instante y siendo más corpulento, lo reducía sin esfuerzo en el suelo, mientras alertaba en voz alta a mis padres para que acudieran urgentemente a presenciar la escena. Como se puede imaginar, desde ese instante, la furia de mi pequeño e impotente hermano eclipsaba el origen de la discusión, lo prioritario era reducir al “broncas”. Él, atragantado por la ira, era incapaz de articular palabra, así que yo aprovechaba nuevamente ese silencio para relatar y describir con serenidad, pedantería y firmeza, la agresión de la que había sido objeto: “No lo entiendo, estábamos hablando y sin mediar palabra se ha abalanzado sobre mí...”.
Recuerdo también, y esto es lo más importante de la historia, que era capaz de mentir con tal de justificar mi mal comportamiento ¡y no solo ante mis padres!; el problema era que llegaba a hacerlo ante mi propia conciencia y esto es lo verdaderamente peligroso. Porque el ser humano es más animal que humano; la sensibilidad, la empatía y la reflexión son las que nos dota de humanidad. 
Ahora se trata sencillamente de escalar y extrapolar esta historia a otros ámbitos de nuestras vidas.
Estoy cansado de presenciar injusticias y que algún hábil abogado, tertuliano, político o economista las justifique gratuitamente; estoy asqueado de comprobar que el mensaje obsceno del individualismo lo promuevan precisamente quienes exprimen y viven de los colectivos; estoy espantado por la violencia ejercida contra quienes denuncian la violencia. Me repugna quienes babean públicamente la palabra “democracia” para más tarde despreciarla en privado; detesto el servilismo cobarde de pesebre, chequera y salón de muchos periodistas e informadores; me duelen todas y cada una de las carcajadas de los putos sátrapas asesinos de sueños; odio que me arrebaten la razón con la palabra, porque quienes manipulan la palabra, nunca tendrán razón.

Cuando éramos niños mi hermano alcanzó a encajarme alguna que otra buena hostia... sin duda me la merecía.