EL OCASO IDEAL

Txomin Pascual
Iba a hablaros del ocaso ideal pero ya no me apetece, se esfumó. Estaba yo contemplando un ocaso vulgar, normal y corriente, uno de esos típicos ocasos que acontecen a diario delante, de nuestras narices sin despertarnos el más mínimo estímulo consciente. O mejor aún, era un bello ocaso, el sol se escondía tras el mar, cuyas olas me traían, ya a destiempo, su rugido. El mar no siempre ruge, a veces susurra, otras acaso emite vibraciones perceptibles para nuestros tímpanos, son estos últimos los mares tranquilos, apocados, atestados de turistas en sus confines. Pero este no, este era un mar bravo, casi agresivo, apenas se podía oír nada más. Ya lo conocía yo, a este mar. Pero no os creáis, solo de vista. A un mar nunca se lo deja de conocer, vive en continuo proceso de metamorfosis, lo peor que podemos hacer es etiquetarlo: este mar es azul, bravo, su ruido es ensordecedor, y quizá entonces, para llevar la contraria o porque no cree en las expectativa ajenas, un domingo amanece transformado, tranquilo, aletargado, como muerto. Son estos los días en que se deja maltratar por los turistas, los ama y se deja amar, finge mansedumbre en sus últimas aguas y permite la construcción de castillos de arena un poco más allá. Más vale que al día siguiente todos los castillos caen y desaparecen los turistas y los recuerdos y él erre que erre, rugiendo, medio hostil, como desafiante.
Aquí estoy yo, pareciera que dice, y todos sabemos que no es un acto de chulería, sino una realidad, tantas personas como habrán muerto en sus aguas por no tenerle la suficiente consideración o incluso por pura mala suerte; no todos los días son domingo. Por eso digo que lo conozco, porque un día lo miré y, ¡milagro!, lo reconocí a pesar de todo, a pesar de su color, pero ¿cual, el de aquí o el de allá?, ¡no, me refiero al doble degradado que dibuja como quien no fuera la cosa: de izquierda a derecha, de arriba a abajo, paleta de colores, colores a la carta! De su oleaje, lo reconocí a pesar de su oleaje, hay que estar atento con el oleaje, todas esas olas muriendo delante de nuestros propios ojos, ¡es un espectáculo cruel, jamás podremos contemplarlas a todas, y no hay ni una igual a la otra! ¿Dónde nacen?, ¿dónde terminan exactamente? Cuando la mayoría de ellas desaparezcan sin testigos nadie les dará importancia. Lo reconocí a pesar del cielo y las nubes, pues no hemos de olvidarnos que lo que nosotros vemos desde fuera no es el mar, sino tan solo su última piel, es allí, no en la línea del horizonte, sino en la superficie del mar donde cielo y mar se funden tan solo en apariencia, tan solo para nuestros ojos.
¿Y qué mas? ¡Hay tanto que decir! Pero uno al final se cansa de tanto decir y la cosa va degenerando paulatina, inevitablemente. Porque podríamos decir mucho más, añadir bonitas palabras, crear bellos escritos. Y todavía lo podríamos hacer peor: podríamos coleccionar y atesorar las palabras, dosificarlas calculadamente, exhibirlas en el momento oportuno y siempre correctísimamente; podríamos escribir poemas, relatos. Personalmente opino que un mar, uno solo, daría para una, para diez novelas; no nos daría una vida para ser justos con ese instante, y aun y todo la dedicaríamos a tal fin, y cada pequeña victoria nos serviría para celebrarlo por todo lo alto exhibiendo nuestros triunfos hasta ahogarnos en un océano de papel y tinta, hasta ahondar en la abundancia y el hastío y olvidar por completo, no ya un ocaso ideal, pura utopía de un ser pensante, sino un ocaso vulgar, normal y corriente, uno de esos típicos ocasos que acontecen a diario delante de nuestras narices.