Comunicación transversal

Luis Miguel Coloma

Cuán contradictoria es nuestra existencia… Nuestro avance es a su vez alejamiento, como lo es nuestra expansión global. Podemos interconectarnos en tiempo real con el otro extremo del planeta al tacto de dos o tres teclas, pero andamos por el mundo como gato al que le han cortado los bigotes. Tan lejos quisimos alcanzar y llegar, que en esta elevación perdimos el contacto con nuestra propia esencia. Y cuánto hemos ganado… Y cuánto hemos perdido.
Qué nos dejamos en el camino… Pues, a bote pronto, buena parte de nuestras aptitudes extrasensoriales. Esas que no se pueden explicar de forma lógica, como la intuición. Esas que están más allá de la tecnología y la ciencia, como la extraña capacidad de sentir que algo está pasando, como que un ser con el que tenemos un vínculo, se encuentra en peligro o bien, que algo le ocurrió. O que pronto tendremos noticias o veremos a esa persona que ha pasado en un flash por nuestro pensamiento. Sabemos que existen porque todavía nos queda algo. Porque todavía hay personas que las ejercitan, que trabajan la introspección y la búsqueda de su ‘yo’ esencial, en el que permanecen atesoradas todas estas capacidades y muchas más que ya hemos olvidado. Que ni siquiera somos conscientes de que un día tuvimos…
Hubo un tiempo en el que no estábamos contaminados por nuestra ambición. Un tiempo en el que nuestra felicidad se proyectaba íntegramente en el simple y maravilloso ejercicio de existir. En aquel momento de nuestra consciencia, podíamos entender lo que nos decían las plantas, los animales, las rocas, el agua, el viento… No había planchas de goma ergonómica que separasen nuestra piel de la tierra o de la hierba y, como toma de tierra a través de nuestros cuerpos, se canalizaba libremente la energía.
Éramos felices porque no conocíamos la agresión ni la alienación como forma de relacionarnos con el entorno. No necesitábamos palabras porque nuestro lenguaje residía en la capacidad de sentir. No hacían falta palabras ni sonidos. No queríamos ser más que nadie porque nos bastaba con el hecho de ser. Y el hecho de existir, de vivir, también era más importante que la individualidad. El ‘ser’ aún no era ‘soy’. El estoy no nos importaba y el 'yo', aún menos. Éramos energía. Luz, viento…, felicidad etérea.
Apenas nos queda un ápice de este estado en los primeros instantes de la vida. Mientras se construye la consciencia del ‘yo’. En ese tiempo en que el ego está ‘en construcción’, aún podemos comunicarnos con los animales. Podemos hablarles y entenderles, de la misma forma que éstos interactúan entre ellos. Todo es ahora. El pasado y el futuro son absolutamente intrascendentes. Por eso los bebés son felices la mayor parte del tiempo…
Pero poco a poco nos van inoculando el veneno de la realidad espacio—temporal y a medida que lo asimilamos, esa felicidad primigenia se va haciendo pequeñiiiita en el espejo retrovisor de nuestro calendario existencial… Hasta que la irrupción del ego la disuelve. Empezamos a entender las primeras palabras que escuchamos y todo aquel extenso edén cognitivo y sensorial se convierte en una angosta y desmejorada Torre de Babel. Cuando empezamos a entender ya está todo perdido. Ya está todo olvidado…