El hombre de paja

MARÍA JESÚS MATEO
El hombre de paja se paseaba por un escenario de cartón piedra. En su vida prefabricada, todo lo había dispuesto conforme a un objetivo: aliviar el dolor antes de alcanzarlo, sofocarlo antes de que empezara incluso a gestarse. El hombre de paja vivía solo en un piso céntrico de una ciudad grande y aparente. Y su apartamento era un compendio de naturalezas –en este caso– muertas: dispositivos electrónicos, aparatos de musculación, libros y colecciones de discos y vinilos, entre los objetos de su hogar esterilizado... un bodegón de elementos que mantenía inanimados, relegados prácticamente a la función decorativa. Al hombre de paja le aturdía la vida en compañía. Por eso, solo consentía la presencia tardía e intermitente de sus amantes, y la de una empleada que acudía cada semana a planchar algo de ropa y mantener el estado de asepsia en el que vivía. Un estado que, no había reparado, había acabado por alcanzar casi todos los estadios de su existencia hasta mutar en indolencia. De sus labios ya no brotaban las palabras “temblor”, “fatiga” o “deseo”. Prefería “ficción”, “quietud” o “silencio”. Por eso ladeaba la cabeza cuando, en la oficina, recibía un aviso inesperado. Y retiraba, molesto, la mirada cuando alguien detenía sus ojos sobre los suyos en el metro. Para él, el relámpago no era ya “más que una luz ordinaria”.
El hombre de paja acariciaba los 40. Tenía los ojos grandes y alargados. Y sus líneas caídas, sobre las que se dibujaban dos cejas de trazo perfecto, escondían un encanto que resultaba atractivo a muchas mujeres. Respondía al prototipo del “hombre hecho a sí mismo”, ese que, paso a paso, había ido tomando los peldaños de esa escalera postiza que es el éxito, y que le había llevado a ser merecedor –se decía– del puesto de directivo que ostentaba en una conocida editorial. Este hombre practicaba además los usos y costumbres de su tiempo. Estaba al día. Y revisaba desde primera hora de la mañana los medios digitales. Con frecuencia, escenificaba un enfado efímero cuando leía las declaraciones incendiarias del político infame de turno, o cuando conocía los datos de los últimos recortes aplicados en ayudas al sector. Su enojo le hacía sentirse de pronto reconfortado consigo mismo, lavada como quedaba su conciencia de tipo íntegro. El hombre de paja actualizaba sus estados en las redes sociales. Buscaba el ingenio y abusaba del sarcasmo. Y recomendaba nuevos posts, colgados en sitios en los que se enumeraban títulos de autores, casi siempre extranjeros, e incluía entradas de su blog, análisis sesudos en los que hacía alarde de su erudición pero en los que nunca emergía su propia voz. Porque, aunque no cayera en la cuenta, su vida era en realidad trampantojo, pura ficción.
Pero, como dice el proverbio, es difícil esconder el humo cuando un día hubo fuego. Y la realidad, vestida de enfermedad, llegó por aquellos días a la vida del hombre de paja, advirtiéndole de que la luz ordinaria podía ser, en efecto, relámpago. La noticia retumbó como un disparo en el edificio de su existencia, haciendo saltar por los aires cualquier forma de impostura. El hombre de paja buscó entonces más allá del asfalto. Y resolvió visitar la casa en la que transcurrieron los primeros veranos de su vida. Una vez allí, contempló –antes con la piel que con la vista– uno por uno los objetos amontonados en aquel hogar que olía a tierra mojada... cuadros de petit point bordados por su madre, medallas obtenidas en competiciones deportivas, bañadores descoloridos entre los cajones, sentidas dedicatorias descansando en libros ajados... Y sintió de pronto su cuerpo, de nuevo adolescente, convulsionando. Cerró los ojos por un instante y se sorprendió pronunciando, tantos años después, aquellas palabras... “temblor", “fatiga”, “deseo”... Y bastó un instante para comprender que el tiempo de las noches a la intemperie había regresado, y que, justo ahora, sí estaría a salvo bajo este cielo recuperado. Escuchó entonces el ladrido de un perro y, a lo lejos, el sonido de las olas rivalizando con la tierra, y deseó con todas sus fuerzas, ahora sí, escribir.