Frente a frente

Luis Miguel Coloma

Transito el sendero angosto e incierto que media entre el sueño y la consciencia. Inquieto y torpe, sobrepaso a menudo sus límites. Por momentos, me siento en un lugar que a grandes rasgos puedo reconocer. El jardín de atrás de la casa de la playa. Suelo de arena, siluetas de árboles y una valla de madera con la pintura raída. Hay personas. No logro ver sus caras, pero las siento cercanas. Oigo el rumor de voces. Apenas, la sombra de palabras que no alcanzan a reunir un cierto sentido. Cae la tarde y se respira una serenidad quebradiza.
Siento las voces más lejanas, como en penumbra. Cae la tarde y unas pocas bombillas parpadean indecisas. El aire se espesa y un molesto calor húmedo dificulta la respiración. Oigo unos gritos. Siento el corazón a flor de piel. Más gritos. Más cerca. Se encienden las luces de la casa de al lado. Lleva años deshabitada, pero las voces vienen de allí. Oigo pasos. La valla de la casa se derrumba. Puedo ver cómo alguien corre hacia aquí. Quiere gritar pero no le sale la voz. Se acerca. No puede ser. Lleva años muerta. Sí. Es ella.
Me ha visto. Viene hacia mí. Quiero retroceder, irme de allí, pero mis piernas no responden. Ella corre. Alza los brazos y trata de llamarme en un angustioso grito sordo. Se acerca. Es sólo una niña. Hay terror en sus ojos, tiene la piel pálida y los labios amoratados. Va descalza, con un camisón celeste que le dificulta avanzar. Se oyen más pasos, pero no alcanzo a ver a más nadie.
Todo alrededor se vuelve tenue, casi transparente, y se concentra en la línea que nos une y la distancia que nos separa. Está a apenas diez metros de mí, pero se le hunden los pies en unos segundos densos y pesados. Extiende sus brazos para que la cobije y justo cuando logro acercarlos, cae desvanecida.
Distingo una silueta que avanza tras ella y adivino un gélido brillo metálico en su mano. Llega a ella. Se para. Se agacha. Alza su mano. Le grito, pero no se detiene. La niña ya no grita. Ya no respira.
La sombra se levanta y viene hacia mí. Trato de ocultarme, pero me ha visto. No puedo correr. No puedo moverme. Se acerca. No grita. No habla. Sólo el reflejo de la luna en su cuchillo. Oigo su respiración, intensa y jadeante. Ya lo tengo delante. Apenas a un metro. Por un instante puedo verle. Se me corta la respiración y un rayo helado rasga mi espalda. Me cubro con los brazos. Su rostro es el mío, pero de otro tiempo. Sus ojos están llenos de oscuridad y su piel apagada. Soy yo mismo.
Vuelvo a abrir los ojos y la sombra ha desaparecido. En la vieja mesa de madera del jardín, un cuchillo clavado. Vuelvo a oír las voces que antes me resultaron confortables, pero ahora están más cerca, más alteradas. Todo el mundo grita. Todos corren. Hay una niña muerta en el suelo. Hay un cuchillo junto a mí.