“Kiribati”, El paraíso, se hunde.

Guillermo Cervera

En octubre de 2011 el periodista afgano Sami Yousafzai escribía en la portada de Newsweek: “Ellos tienen los relojes; nosotros, el tiempo”. Yousafzai citaba a los talibanes en su lucha contra la invasión occidental liderada por Estados Unidos, a la que ineludiblemente pertenecemos. Los científicos dicen que la molécula de agua, dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno es inalterable en el tiempo, y que por tanto la misma molécula que caía en una lágrima de Jesucristo puede estar en estos momentos resbalando por la frente de la medallista olímpica Carri Richardson o posada sobre el caparazón de un cangrejo ermitaño de la Playa de Tarawa, donde los japoneses derrotaron a los americanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Aquí, en Kiribati.
Kiribati es un país formado por 33 atolones coralinos, la mayoría de ellos con forma de herradura, y una gran laguna interior de agua salada y canales que se comunican con el mar exterior. El archipiélago de Kiribati se ubica en mitad de la porción de agua salada más grande del planeta, el Océano Pacífico, a medio camino entre Australia y Hawaii. En su territorio colindan los cuatro hemisferios y empiezan y acaban el día y el año solar.
Los 129.000 habitantes de Kiribati, conquistado por el español Fernando Magallanes y dos portugueses en el siglo XVI, colonizado luego por los ingleses e independizado finalmente en 1979, viven fundamentalmente de la pesca y el turismo. Tienen acuerdos pesqueros con los países vecinos y con naciones lejanas como España y Francia, cuyos armadores pagan un buen porcentaje del dinero a las autoridades locales. Llegar a Kiribati es toda una aventura. Los únicos vuelos disponibles salen de Fiji, a 2.200 kilómetros de distancia.
Según los científicos que estudian el cambio climático y la evolución geológica del planeta, Kiribati se hunde; según un surfista canario y Donald Trump, todo esto es un bulo. Kiribati será el primer país del mundo en desaparecer. Los casi 3,5 millones de kilómetros cuadrados de mar que tiene van a engullir la apenas 811 kilómetros cuadrados de superficie. Las aguas suben 3,4 milímetros al año, pero este incremento será cada vez mayor, de manera que, en unos 50 años, los dos metros de altura media de este archipiélago quedarán cubiertos, inundados.
No voy a explicar cómo es el paraíso porque no lo conozco, pero, en los 30 años que llevo viajando y sacando fotos por el mundo, creo que este es el lugar de los que he visitado que más se podría asemejar a los paisajes que describe la Biblia. En Kiribati los niños sonríen las 24 horas del día, siete días a la semana; las gentes recogen el agua de lluvia para plantar y beber; pescan y se bañan cada día en el mar, donde también se lavan. Viven en comunidades que siempre se ayudan, se reúnen diariamente en centros comunitarios y en iglesias católicas que construyen ellos mismos.
Pero, al final, el tiempo es implacable. Y no se le puede reprochar nada. Los talibanes recuperaron su libertad, nosotros nos fuimos a invadir tierras nuevas y a crear nuevos conflictos, con nuestra estupidez, arrogancia, soberbia, corrupción, vacunas, coches, prepotencia, misiles, degeneración, progreso, buenismo, envidias y tópicos. Nos auto proclamamos vencedores, todos y cada uno de nosotros, en nuestras pequeñas parcelas de sinsentido ególatra.
De lo que no somos conscientes es de que la batalla de la Playa de Tarawa la ganaron los japoneses, aunque luego perdieran la guerra. Igual que el tiempo nos ganará siempre a nosotros y a los arrecifes de Kiribati.
El planeta lo estamos destruyendo todos nosotros, por nuestra manera de ser y por nuestro afán por poseer y de consumir sin límite. Por eso desaparecen las tierras de Kiribati, se hunden sus árboles y sus casas se llenan de agua. Muchas de sus iglesias católicas, construidas con conchas y corales, volverán a fundirse con el mar.
En el cajón de este arrebato se quedará encerrado todo nuestro ego, hasta que desaparezcamos, o hasta que alguien lo abra y lo tire a la basura sin pararse ni siquiera a mirar de quién era.
Yo me quedo con la fluidez, con los momentos de algarabía y alboroto que me transmitían los niños que flotaban alegres y sonrientes, subidos a los árboles medio hundidos en la orilla, frente a sus casas, tirándose de cabeza una y otra vez al agua que les hará desaparecer, riéndose, disfrutando de la libertad que los rodea; me quedo con la cara de un niño que se come una raíz como si fuera un animalito con su mirada que lo ilumina todo, y con la mirada del cachalote que me mira y se pierde en el abismo cuando me lanzo en mitad del océano a fotografiarlo.
Las ballenas, junto con los delfines, elefantes y primates, viven en comunidad y se apoyan; están entre las pocas especies animales que muestran continuos signos de empatía, incluso reconocen a las personas individuales, acompañan a sus mayores y protegen a sus jóvenes. Hasta en esto nos superan.