HÉCTOR, EL PEZ

No era nada, o al menos a simple vista no lo parecía. La madre le miró tras quejarse incesantemente del picor, pero aparte de la rojez y el granulado, no pudo más que pensar que se trataba de un sarpullido pasajero. Él corrió de nuevo hacia fuera olvidándose rápidamente de la irritación. Sus hermanos le esperaban y él disfrutaba cada vez que venían a verle cada cierto tiempo. No había un solo momento en que su madre no estuviese pensando en él.

Héctor llevaba en ese colegio interno para niños con problemas desde hacía ya dos años. Así lo decidieron médicos y profesores cada vez que el niño sufría crisis respiratorias inexplicables y sin diagnóstico aparente por parte de los profesionales. En ocasiones sufría auténticos ahogos si no tenía agua cerca. Lo cierto es que el agua parecía ser su hábitat, si no fuera porque le vieron nacer del útero de su madre.

Todo empezó aquel verano que la familia decidió irse de vacaciones a la playa. Para Héctor sería su primer contacto con el mar, pues ellos eran de interior y llegar a la costa no era fácil. Pero aquel año determinaron que ya les tocaba, y allí se presentaron con los correspondientes bártulos playeros.

Héctor quedó ensimismado cuando las primeras olas mojaron sus blancos piececillos. Embelesado como estaba no escuchaba a su madre que le llamaba para darle protección a esa paliducha piel suya. Sin más, comenzó a entrar en el agua y se zambulló y nadó como si le fuera la vida en ello. Sus padres corrieron a sacarlo temiéndose lo peor, pero Héctor resultó que se desenvolvía perfectamente sumergido. Nunca vieron al niño tan feliz como en esas vacaciones familiares.

Fue a partir de aquel viaje cuando comenzaron los problemas. Dos días después de comenzar el nuevo curso escolar, sus padres fueron avisados por el colegio de que el niño sufría un conato de ahogo. Al llegar al hospital, lo encontraron conectado al oxígeno, ausente, abriendo y cerrando la boca como si de un pez se tratara. Tras muchas pruebas realizadas, los médicos dedujeron que no había ningún problema respiratorio diagnosticable. Realmente, no le pasaba nada. Pero esta situación se repetía con demasiada asiduidad por lo que el psicólogo les recomendó el internamiento en un colegio especial para ser observado de cerca y tratado.

Por las noches, cuando nacía la oscuridad y el silencio era su refugio, Héctor se vestía de pez y nadaba entre las sábanas. Nadaba hasta donde la noche se convertía en sol. Nadie le miraba; no obstante, nadie le hubiera escuchado, nadie le habría entendido.

El resto de su vida continuó viviendo su autismo más autista si cabe. A su manera, no dejó de nadar ni un solo día.