La pérdida
Se metió en el agua oscura y estaba tan gélida que no recordaba si era que la noche era fría o que realmente el agua estaba inesperadamente helada. Se puso a nadar hacia adentro. No estaba seguro de por qué nadaba, si quería alejarse lo máximo posible de la costa o tal vez volverse tan oscuro como la noche y el agua. Lo que sí sabía era que necesitaba conocer qué se sentía dentro del mar. Quería saber qué sentiría Hugo cuando al día siguiente esparcieran sus cenizas para siempre en el océano.
No deseaba volver a sentir calor y luz si él no iba a sentirlos también en su eternidad. No había podido ni querido hablar con nadie desde que murió, creía no necesitarlo.
Odia los abrazos vanos y besos vacíos que todos pretenden dar en esos momentos; frases sin sentido como que no llore por lo que se acabó sino que se quede con lo vivido, o cualquier otra patochada como esa. No soporta sus muestras de amor y pesar. No les odia a ellos, odia a quien un día decidió que esto es lo que había que hacer cuando una persona sufre una pérdida.
Nadaba bajo el agua del mar, a través de la oscura frialdad hacia una negrura y un dolor aún mayor, y parecía que no avanzaba. Tan sólo movía los brazos como si quisiera escapar de todo lo que llevaba viviendo en estos meses de enfermedad, muerte y ahora ausencia. Sus manos trataban de ser remos que le llevaran lejos, sus pies pateaban el agua que no tenía la culpa de su rabia y su angustia. Por un momento, miró hacia arriba para contemplar el reflejo de las estrellas en el agua. Quería que ellas nadaran a su lado por un rato o escaparan juntos. Pero era noche oscura, demasiado nublada para que el cielo sin luna le mostrase alguna de las estrellas en exclusiva para él.
Siguió nadando hacia adentro hasta que los calambres le fueron agarrotando las piernas por el frío del agua. Descansó y respiró. Se dejó arrastrar por la corriente que le llevó de nuevo a la orilla y lo abandonó en una arena más mojada aún que la ola que se retiraba.
Se llevó un gran susto al abrir los ojos horas después, cuando el sol llevaba ya rato alumbrando. Unos ojos le miraban, como si de un animal marino se tratara, vulnerando su privacidad. Se incorporó como un resorte y quien le observaba no era más que un niño, mirando asustado al ver a su tío mojado, lleno de arena y algas por todo su cuerpo. El niño no le habló pero él le abrazó sin decir tampoco palabra alguna, simplemente para que entendiera que todo estaba bien. Lo tomó de la mano y se dirigieron a casa.
Horas más tarde, familia y amigos reunidos en el mismo lugar donde él había despertado, daban el último adiós a Hugo, entre sollozos y, sobre todo, silencios. Su amor descansaba ya en el mar impasible, frío y oscuro, sabiendo todos que era en él donde quería dormir eternamente.