Nº 32

Fernando Barbarin

Cuando alguien te pregunta si quieres tener hijos, instintivamente imaginas a un precioso bebé balbuceante entre tus brazos. Nadie visualiza a un adolescente lleno de granos encerrándose en su habitación de un portazo al grito reivindicativo:

– Yo no he elegido nacer –.

Y es cierto; nadie de nosotros hemos elegido nacer. Es más, salvo excepciones, tampoco elegimos morir.
Desde la adolescencia, la vida, la muerte y el espacio infinito son los tres conceptos que cuanto más los pienso... menos siento que existo.

Si miro el cielo y no encuentro final, me encojo.
Ante el silencio que envuelve un cuerpo sin vida, me pierdo.
Cuando un bebé me mira fijamente y sonríe, me encuentro.

Estas son para mí las tres grandes incógnitas de la vida y tengo la certeza de que para esta ecuación, jamás encontraré la respuesta en iglesias, sinagogas, mezquitas, pirámides, templos o pagodas. En esta triangulación de espacio, vida y muerte navegamos a la deriva arrastrados y dirigidos por la corriente. Yo diría que precisamente esas tres grandes incógnitas son imprescindibles para poder seguir caminando. Las falsas respuestas desdibujan el camino y quienes las ofrecen tienen intereses más de orden social, ético o político. Esos oradores que promulgan desde sus púlpitos historias fantasiosas y delirantes no dudan en golpear con sus escrituras a quienes sueñan y luchan por un mundo más justo.
Yo no creo en nada y nada comprendo, pero eso me reconforta. No podría vivir sabiendo que el cielo tiene techo, porque enloquecería pensando que hay tras él y, de igual manera no podría vivir sabiendo que tras mi muerte realmente existe algo porque la curiosidad me mataría.
Puedo imaginar al fervoroso creyente al final de su vida agarrado a la cabecera de la cama intentando desesperadamente no dejar este mundo y al más ateo arrodillado, encomendándose a cualquier dios ante la presencia de la parca.
Supongo que si desde niño me hubieran hablado de Jesucristo sería cristiano, y si lo hubieran hecho de Mahoma musulmán. Pero lo cierto es que si me los encontrara hoy a los dos sentados sobre mi cama seguiría sin creer en ellos.
Comprendo la irracional necesidad de creer en algo o alguien, pero no soporto a quienes de manera interesada adroctrinan mediante sedación a esos necesitados.

A dios.