La segunda muerte de Rodolfo Walsh

Saúl García Crespo

El sentido habitual de los periodistas que recorren el camino entre la realidad y la ficción es este: primero se ocupan de lo más inmediato, lo más cercano y lo más breve y pasan, poco a poco, por perder el interés de lo que ocurre y no pueden cambiar para ocuparse de crear una realidad alternativa. Rodolfo Walsh (Argentina, 1927) hizo lo contrario. Comenzó escribiendo relatos policiacos y acabó tan implicado en la realidad que le rodeaba que casi cuarenta años después de su muerte no se sabe dónde está su cadáver. Walsh engrosó la lista de desaparecidos de la dictadura argentina el día siguiente de publicar una 'Carta abierta a la Junta militar' que se había hecho con el poder un año antes. En esa carta, extensamente documentada y sin ahorrarse nombres y apellidos de los muertos y los responsables, Walsh, además de cargar sobre las espaldas de los militares un escenario de 15.000 desaparecidos, 10.000 presos, 4.000 muertos y decenas de miles de desterrados, les dedicaba unas lindezas como éstas: “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”. La carta acaba así: “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”. Son las últimas palabras que escribió.
Seis meses antes, una de sus hijas se había pegado un tiro en la cabeza para que no la detuvieran con vida. Su hija, como Rodolfo Walsh, había ingresado en la organización armada Montoneros para hacer frente a la dictadura. El compromiso social de Walsh, un magnífico escritor de ficción, con un estilo tan sencillo como brillante, también le había hecho fundar la Agencia clandestina de noticias, Ancla. Su objetivo era informar de todo aquello que la dictadura quería ocultar. Todos los que pertenecían a ella se jugaban la vida. Enviaban sus informaciones con el objetivo de informar a los que informaban, a las redacciones de los medios de comunicación, a pesar de que no las publicaban, y encabezaban así sus textos: “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos, nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información”.
La obra más importante de Walsh es 'Operación masacre', un libro escrito con la técnica de una novela negra pero que narra hechos que son estrictamente ciertos. Durante una sublevación en 1956, los militares detienen a una decena de personas y las fusilan. Pero algunas logran escapar y a Walsh le llega la noticia de que “hay un fusilado que vive”. Ahí arranca una obra que se adelantó en una década al nuevo periodismo, el que popularizaron Truman Capote, Tom Wolfe o Gay Talese, que hicieron lo mismo que Walsh: aplicar técnicas narrativas de ficción en hechos verdaderos, pero con un compromiso social menor y en un ambiente político en el que su vida no corría peligro. Si van a cualquier librería podrán encontrar sin problema obras de estos tres autores norteamericanos, a los que merece la pena leer, pero tendrán mucha suerte si localizan un libro de Rodolfo Walsh en España.
Si la única manera de mantener vivo a un escritor es que sus obras se editen, se puede afirmar con rotundidad que estamos asistiendo a la segunda muerte de Rodolfo Walsh. Y aunque las dos sean injustas, la primera sí que es irreparable.