ARRECIFE HISTORIAS DEL VIEJO PUERTO

Zebensuí Rodríguez

El aniversario de una ciudad es mucho más que la simple conmemoración de una fecha, pues, ante todo, representa un hito trascendental que celebra la identidad, el progreso y la resiliencia de una comunidad a lo largo del tiempo. De esta manera, una efeméride como la erección de Arrecife en parroquia —de la que en 2023 se cumplen 225 años— debe aprovecharse para reflexionar tanto sobre de las raíces que sustentan al hoy municipio como acerca de los logros que lo han definido y las personas que han tejido su historia con esfuerzo y dedicación.

Precisamente, el libro Arrecife: historias del viejo Puerto (Ediciones Remotas, 2023) pretende contribuir a facilitar este ejercicio con el que honrar el legado porteño y, de esta manera, propiciar la renovación de un compromiso con el desarrollo de la que está llamada a ser —de verdad— la tercera capital de Canarias.
Sus 176 páginas comienzan con una introducción histórica que busca explicar —de manera sucinta pero ajustada— cómo Arrecife ha logrado hacerse ciudad, por qué dificultades ha pasado para ello, qué lugar primordial ha ocupado su puerto y qué condicionantes han marcado su fisonomía actual. Pero, con todo, el grueso de esta obra lo constituyen los textos literarios y expositivos de distintas épocas que, dando sentido al título que los engloba, hilvanan en su conjunto el devenir de este enclave. La reproducción de los mapas más antiguos de la ciudad y de casi medio centenar de fotografías antiguas hace más nítido este relato con el que acercar al presente una historia escrita mirando a un mar hoy cada vez más ausente.
Son varios los apartados en los que se divide este libro y múltiples son los bloques de contenido que lo estructuran, pero en todos ellos hay una idea que se repite y amplifica: Arrecife fue puerto antes que ciudad. No se trata de ninguna revelación, pues este enunciado ha sido objeto de cita en todos los trabajos que se han escrito sobre la ciudad en las últimas décadas. Sin embargo, cabe preguntarse si, como arrecifeños y arrecifeñas, hemos alcanzado a entender su verdadero significado. Veamos primero el fundamento histórico de esta afirmación y, luego, como conclusión, reflexionemos sobre su alcance en el momento presente.

Arrecife, un puerto
Las primeras referencias escritas sobre Arrecife revelan cómo en su origen este enclave —que ya era conocido en Europa antes de la Conquista— no fue más que un puerto en cuyas orillas tardó en asentarse la población de manera definitiva. ¿Cuándo exactamente y en qué magnitud? No resulta fácil responder a estos interrogantes, pero la creación en la segunda mitad del siglo XVI de una ermita consagrada a San Ginés, concretamente en la zona de La Puntilla, es un claro síntoma de que mucho antes un número suficiente de personas había encontrado acomodo en la ribera del Charco.
¿Por qué no más? ¿Por qué no antes? Las razones pueden ser varias, pero de entre todas ellas sobresale una: porque Arrecife, que era puerto y mar, debía resistir continuamente las embestidas de la piratería. ¿Y cómo construir la vida en una zona que era la puerta de entrada para tan destructores visitantes?
Así pues, no nos sorprende el testimonio que recogió en su Descripción de las Islas Canarias el marino escocés George Glas en 1764 sobre Puerto de Naos y que, no en vano, inaugura la recopilación de las Historias del viejo Puerto. Su descripción es aún mucho más desoladora que la del puerto de Arrecife o Caballos:

Como no hay otro lugar conveniente en esta, o en cualquier otra de las restantes islas Canarias, para la limpieza o reparación de grandes embarcaciones, este se ve muy frecuentado por los barcos que comercian con estas islas. En el extremo oeste del puerto se encuentra un castillo cuadrado [...]. En este puerto no hay ciudad ni pueblo, pero sí algunos almacenes, en donde se deposita el millo preparado para la exportación.
Arrecife, un puerto con ciudad
¿En qué momento empieza a cambiar esta situación? Pues no mucho después de la llegada a nuestras costas de George Glas. En efecto, solo tres años después de la publicación de su libro se firmó el Tratado de Paz y Comercio entre España y Marruecos (que ponía fin a los ataques corsarios provenientes de África), toda vez que los piratas europeos comenzaron a tomar preferencia por otras tierras más vírgenes lejos del archipiélago. De esta manera, la incipiente actividad comercial de Arrecife pudo incrementarse notablemente, por lo que las exportaciones de orchilla, granos, sandías, cebollas, vinos, aguardientes y, de manera muy especial, de la barrilla, impulsaron el dinamismo de un puerto que se sabía a sí mismo desaprovechado. De hecho, una cantidad nada desdeñable de campesinado decidió abandonar el interior de la isla y afincarse en el entorno del puerto, pues en él no solo conseguía un nuevo oficio, sino que obtenía mejores ganancias que en el campo, hasta el punto de que muchos llegaron a invertir sus beneficios en comprar barcos con los que dedicarse a la pesca en la costa africana.
Paralelamente, la mayor evidencia de la capacidad de atracción que ejerció el puerto por entonces fue la llegada de comerciantes y mercaderes de otras islas y del extranjero, tendencia que se acrecentó en el siglo XIX con la llegada de europeos, americanos y marroquíes. ¿Cómo explicar si no la presencia en Arrecife de apellidos como Stinga (de Italia), Duchemin (de Francia) o Topham (de Reino Unido)?
He aquí, pues, el momento en el que Arrecife deja de ser solo un puerto para convertirse ahora en un puerto con ciudad. De hecho, en 1798 consiguió erigirse en parroquia y, consecuentemente, alcanzó el derecho a tener un ayuntamiento propio. No obstante, la mayor evidencia de su desarrollo como puerto y ciudad quedó patente en 1847 con el traslado de la capitalidad de la isla a este pujante enclave que, gracias al crecimiento de la burguesía comercial, logró habilitar un espacio en el que el liberalismo pudo desbancar a un Antiguo Régimen que se refugiaba inútilmente en el viejo Teguise.
También en Historias del viejo Puerto podemos encontrar el relato que legó Olivia Stone a la ciudad de Arrecife tras su visita y que, publicado en 1887 en el libro Tenerife y sus seis satélites, establece una comparación elocuente con el de George Glas y que ilustra la gran transformación de la zona:

Hay un cambio, sin embargo, relativo al progreso del puerto de Arrecife, que ha pasado de ser simplemente «algunos almacenes donde se deposita el millo preparado para la exportación» a erigirse en la primera ciudad de la isla en cuanto a tamaño y población.
[...] En su conjunto, Arrecife es un caso digno de estudio. Una mezcla de lo nuevo y limpio con lo viejo y pintoresco, situada al lado de bahías cerradas al mar, con islotes que la protegen del mar, y fuertes corrientes de aire que se llevan todo lo desagradable hacia el Atlántico [...]. Con un fondo de colinas de bellos colores, crea un ambiente agradable y se convierte en un lugar donde dejarse estar, pasar los días soñando, dejar que el tiempo pase y que los años se sucedan reposadamente, hasta despertarnos al fin del ensueño, ya tarde, encontrándonos con que la juventud ha pasado, las canas han llegado, y la vida ha transcurrido sin el agobio de los anhelos.

Arrecife, una ciudad con puerto
Evidentemente, el camino no fue fácil y los problemas que ralentizaron el auge que cabía esperar de esta creciente ciudad fueron muchos: la sequía y el hambre, la falta de financiación pública (que hizo que toda obra de mejora en el puerto fuese sufragada casi en exclusiva por sus propios usuarios), la negativa de las otras islas a permitir la habilitación del puerto lanzaroteño para el comercio directo con el exterior… Aún así, Arrecife amaneció en el siglo XX con el título de ciudad —otorgado por la reina regente en 1899— y presagiando un nuevo desenvolvimiento de sus puertos con el desarrollo de la industria del salazón, primero, y de las conserveras, después. La inauguración de Los Mármoles, en 1957, supuso un gran hito.
A mitad del nuevo siglo el crecimiento de la actividad portuaria fue tal que no solo los viejos núcleos —como La Vega— vieron cómo se ensanchaban sus fronteras, sino que pronto debieron surgir nuevos barrios en los que acoger a todos cuantos llegaban de los campos en busca de un trabajo en las orillas de la capital: El Carmen, Valterra, Titerroy, Altavista… La descripción que del Arrecife del momento se recogió en el Programa de las Fiestas de San Ginés de 1962, y que también puede leerse en Historias del viejo Puerto, no deja lugar a dudas del carácter marinero de esta ciudad porteña:

El paisaje marinero de Arrecife tiene un particular sabor y encanto. Todo el litoral costero de la ciudad aparece salpicado de redes, puentes, caminos y caletones iluminados con la presencia de centenares de embarcaciones, a remo, motor o vela, que ponen en el ambiente una nota de color y de alegría, con sus proas rasgando el viento, sus anclas besando el mar y sus mástiles mirando al cielo. Barquillos que pasean su grácil silueta bajo los “ojos” del puente. Hombres que echan sus chinchorros en el mar. Jóvenes que izan sus nasas repletas de peces. Ancianos roncotes que fuman en pipa tumbados junto a los recovecos del puerto. Pescadores que tienden sus artes para secar al sol. Muchachos que mariscan de noche a la luz de hachones encendidos. Barcas que clavan sus quillotes en cualquier rincón de la orilla, para reparar. Ocasos de sol en maravillosa y viva estampa de luz y colorido.

Arrecife, una ciudad que esconde su puerto
Unas pocas décadas después hemos de afirmar que el paisaje de hoy es muy distinto al de entonces. Las fábricas han desaparecido, las redes son un aparejo extraño y hasta la llegada de gaviotas al Charco de San Ginés en días de calor se nos antoja sorpresiva… Arrecife, que en su día fue solo puerto y que solo como consecuencia de este supo hacerse ciudad, ha dado la espalda al mar. Tan grande ha sido su distanciamiento que, incluso, ha acabado por levantar una muralla frente al Puerto de Naos, como si este no fuese la única razón que explica a la ciudad y no mereciese que lo contemplásemos, día a día, como quien observa a su anciano padre…

Y mientras ese muro cae, nos queda la palabra para recordarnos lo que hasta hace poco fue Arrecife. El relato El bote, de Pepe Betancor, que cierra Historias del viejo Puerto, nos recuerda la ciudad que fue y que dejamos ir:

El mundo empezaba en la orilla y terminaba donde se acabara el mar. Quizás por eso, ellos construyeron sus casas en aquella orilla. O lo que es lo mismo, a la orilla del Charco, que era donde empezaba el mundo. Para ellos, la isla como territorio lo formaba el perímetro de la costa con sus marcas y el perfil cambiante de Lanzarote vista desde el mar. El resto de la isla era como si no existiera.

 

Zebensuí Rodríguez, Filólogo.