Mar de canarias

FÉLIX HORMIGA

DIOS Y LA LUZ

Mi madre solía ir a la iglesia después de hacer, a primeras horas del día, la compra en la recova. Hablaba con Dios con total confianza, nunca se ponía de rodillas. Allí sentada en uno de aquellos largos bancos, fuera del horario de misa, en el silencio del templo de San Ginés, ella confiaba sus secretos a Dios, le informaba de cómo iba la familia y le pedía que ayudara, aunque solo fuera un poquito, especialmente en los momentos en que el mar se hacía mudo y no traía las voces de mi padre y mis hermanos embarcados. Se sentía tranquila, veía a los santos y vírgenes moverse, gracias al juego de luz y sombra que provocaba el aire jugando a flamear los pabilos encendidos de los cirios; parecían vivos, dirigiendo las miradas a un lado y a otro, moviendo levemente la policromía de los trajes, tan bellamente estofados de pan de oro, plata y cobre.
Ella, allí, en el silencio y en aquella luz cambiante, podía ver a Dios. Lo podía ver porque ella considera que a Dios le gusta que los humanos sean seres cómodos en la penumbra, que él mismo es la mínima luz que no espanta al diálogo, casi una oscuridad que incita al recogimiento. Al contrario de lo que dicen muchos, Dios no es un resplandor al que es imposible mirar.
Un día, mientras en el cuarto de costura mi madre cosía y remendaba la ropa de faena y la de los más chicos que por estar siempre arrastrándose por el suelo arruinaban los culos de los pantalones y había que añadirle un trozo de tela en forma de libro abierto, remiendo al que muchas veces llamábamos misal, me comentó que habían puesto luz eléctrica en la iglesia, unos largos y encandilantes fluorescentes.


−¡Termolanza ha matado a Dios! –dijo, con una tristeza tan marcada, que a mí, que solo era un niño, se me agolparon dos enormes lágrimas en los ojos que me impidieron ver durante un buen rato.


A VECES TE SUEÑO

A veces te sueño. De tanto mirarte en la memoria, llegas y me habitas en la noche. Te adormeces contra mí, extiendes tu vientre sobre el mío y tus labios sellan mi boca. Me sangran los oídos de sentirte y me quedo sin lágrimas de añorarte.

Una noche soñé con mi ceguera. Fue un horrible y oscuro sueño. Mis cuencas se habían secado y el mundo terminó ayer, pues ningún presente fue de luz. Entonces, cuando el tiempo me sitió con taquicardia y el miedo agitó sus alas, apareciste, como santa Lucía, con dos ojos viscosos y vivos sobre una loza con reflejos de cauri. Te doy mis ojos, dijiste usando una lengua que solo el sueño me hizo entender. Y con tus delicados dedos, embellecidos de sangre de drago, colocaste mi nueva mirada.

Desde esa noche soy capaz de observar el hilo que cose las nubes al cielo, el temblor de tus labios cuando callas, la estela luminosa de los insectos y el llanto del sol cuando nos ocultamos a su mirada.

Tus ojos anuncian, ahora en mi rostro, tu llegada.

 

 

Ilustración: Atchen Pounapal