Nº 33

Fernando Barbarin

Desciendo de dos generaciones de ilustres jardineros y, a pesar de ello, no heredé esa pasión por las plantas tanto como a mí me hubiera gustado. Eso, sumado a otros motivos menos sentimentales, me llevaron hace algo más de un año a plantar un árbol junto a mi casa. Durante unos días, la idea se apoderó de mí; me despertó tanto entusiasmo, que por mis venas recorría una ilusión casi infantil. Tras varios días impaciente me apresuré a traer un arbusto, tomé prestada la pala de un vecino y sin tan siquiera cambiarme de ropa comencé a preparar el terreno.
En silencio, concentrado en cada palada, poco a poco fui escarbando la tierra. Poco tardó en manifestarse mi cansancio en forma de sudor; yo encantado me detenía para secarme la frente con un viejo pañuelo en una pose tipo granjero. Más tarde ya arrodillado, seleccionaba y retiraba con mis manos los restos de guijarros y objetos no deseados. Tras observarlos detenidamente, los lanzaba muy lejos, con todas mis fuerzas, como si todo este tiempo hubieran estado profanando aquel lugar. Quería que aquel hoyo estuviera en perfectas condiciones para recibir a mi huésped. Puse tanto amor e ilusión en preparar aquel socavón, que hubiese conseguido emocionar al más veterano enterrador.
Tras los preparativos todo estaba listo, había llegado ese momento casi ceremonial. El joven arbusto se sostenía por sí solo, yo frente a él, descansando mi pecho sobre la empuñadura de la pala, lo contemplaba con orgullo. De acuerdo, no había levantado una catedral, tan solo se trataba de un árbol... pero era mi árbol. De repente me miré las manos, observé la tierra incrustada bajo las uñas y entré en casa.
Lo que sería un majestuoso tronco de esculturales ramas colmadas por cien mil hojas verdes, ha terminado por convertirse en un famélico y solitario palo seco.
Mientras lo observo decepcionado, recuerdo que no fueron pocos los que me advirtieron que la proximidad al mar, sumada a los poderosos vientos alisios, no ayudarían en nada a mi romántico proyecto.
Me lo avisaron y no les hice caso...
Pero a día de hoy, a pesar de saber que tenían razón y de que yo estaba equivocado, no me arrepiento.

No me arrepiento, porque la ilusión que deposité en la vida de ese árbol ha sido superior a la decepción por su muerte.
No me arrepiento porque en la vida, por lo general, disfruto más en el camino que en el destino.
No me arrepiento, porque me aburren las vidas excesivamente ordenadas y abonadas de aciertos.
No me arrepiento, porque muchas veces, los que tienen razón están equivocados.
No me arrepiento porque no me acompleja equivocarme.
No me arrepiento, porque equivocándome...
...algunas veces acierto.